Vivo en la zona acomodada de un barrio
de la ciudad de Madrid, en la que, para que ustedes se hagan una idea, el
mercado —lo que antes se llamaba la plaza—, propiamente no existe, se llama
galería comercial. Las viviendas se agrupan en condominios de tres torres de
pisos, con piscina, zonas infantiles, garaje y seguridad veinticuatro horas. La
clientela mayoritaria, pues, son familias acomodadas, de profesiones liberales
en su mayoría; también obreros cualificados vinculados a la industria de la
maquinaria pesada y las instalaciones industriales. Materialmente no existen
familias monoparentales, ni emigrantes, sea cual sea su procedencia, ni las
personas que vivan solas como yo. Hay niños, adolescentes y jóvenes de todas
las edades, muchos; a todos ellos se les ve bien alimentados, vestidos de
marca, como sus padres, alumnos, mayoritariamente, de colegios y universidades
privadas. De esos que ahora, igual que algunas sociedades médicas, se anuncian
en la televisión y en la prensa, mientras la sanidad y la escuela pública son
expoliadas por este gobierno corrupto que reparte los beneficios entre sus
amigos y derrama las pérdidas entre los pobres.
Podría pensarse, en consecuencia, que
un escenario así, con tales actores, ofrecería un nivel cultural análogo al
económico.
Pues no, nada que ver: los niños
pequeños aún te saludan en el ascensor y hasta algunos te preguntan cómo te
llamas, bajo la mirada molesta de su madre que se ha fijado que llevas El
País bajo el brazo y ya te ha diagnosticado del PSOE —si supieran que me
inspiran la misma náusea González que Gómez— o, peor aún, de IU. La prensa que
a ellos, a los hombres, les acompaña es La Razón o el ABC. He observado
últimamente que los usuarios de El Mundo también son mirados con
recelo, a no ser que abiertamente se manifiesten en contra de Esperanza
Aguirre. Los adolescentes, ni te miran ni te saludan y tienes suerte de que, si
van varios, alguno no erupte para dejar constancia de su nivel de ignorancia y
desafío hacia los mayores. Es cierto que los años de docencia me vacunaron
contra esta ralea que mantiene vivo aquello que decía Don Antonio de: “España
vacilante, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”.
En este caso, los andrajos no lo son del todo, hay que ser muy, muy rico para
vestirse de pobre, y a los padres de estos solo les da para Nike o Ralph
Lauren. Los ya jóvenes se reparten entre los que se mimetizaron con la familia
y mantienen la indumentaria de sus hermanos pequeños, eso sí, con un cierto más
de aliño, y los que abiertamente se están revelando, y te utilizan como
pretexto para decirles a sus progenitores lo que no se atreven a decirles a
solas. Pero, de todas las ceremonias a las que asisto, más perplejo que
ofendido, la verdaderamente hilarante es la de hacer la compra, en la galería
comercial, por supuesto, un viernes por la tarde. Un viernes de esos en los que
las familias no se han ido a la parcela. Compra que en su mayoría realizan los
hombre, abandonado ya el traje de ejecutivo guerrero, aparcado el Audi o el BMW
en el garaje y disfrazado al afecto en esta época del año, aún benigna en
temperaturas: oolo Lacoste, mayoritariamente colores de paseo marítimo;
bermudas o bahamas —creo que las que sobrepasan la rodilla se llaman así— de
material casi impermeable y deportivas, preferiblemente Nike, sobre unos
calcetines minúsculos que apenas asoman y que a mí me recuerdan a una prenda
que mi madre se ponía en los pies cuando no usaba medias y que se llamaba
pinqui, objeto que no forma parte, lo reconozco, de mi galería de fetiches,
todo lo contrario, quizá de ahí mi aversión a tal calcetín.
Bien, pues nuestro guerrero disfrazado
de outlet juvenil, se pasea con mirada de experto ante la frutería o la carnicería,
ordena con desdén, mira furtivamente a las pocas mujeres que en esos instantes
frecuentan el establecimiento —téngase en cuenta que muy probablemente sean
vecinas— y bromea con el tendero, haciendo algún comentario en el que su mujer
siempre sale ridiculizada por la ausencia de algún producto, a ojos de él,
inoportuno. Cuenta con la complicidad rendida del tendero.
Vuelvo a mi casa, no sé si
apesadumbrado o triste: el charcutero no me preguntó ni por el último, para mí,
obsceno e inmoral fichaje del Real Madrid, probablemente porque a él no se lo
parece, ni del bochornoso espectáculo olímpico, quizá porque por mi acento
concluyó que no soy español, y que él seguro disculpa, al menos ante los
clientes.
Entro en el portal y un grupo de
adolescentes, todas chicas, que aún no se ha percatado de mi presencia, rodean
a una de mis vecinas, y, con voz nerviosa, una de ellas pregunta: “¿Y cuándo te
operas?”. “La semana que viene” responde sonriente la por todas admirada. “Y te
las vas a poner como las de la Yoly…”, no termina de ser una afirmación, pero
tampoco es una pregunta. “No”, responde con rotundidad parlamentaria la
protagonista del corrillo: “ son modelo gota o lágrima”.
En ese instante se dan cuenta de mi
presencia. Una sonrisa entre histérica y avergonzada surge de todas ellas que
se esconden unas entre las otras. Pensé decir “buenas tardes”, pero pensé que
mejor lo dejaría para otro viernes.
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