domingo, 24 de julio de 2016

Hasta siempre, Agustín


Agustín Fernández Paz nos ha dejado. 
Ahora es, como diría Cortázar, alguien que anda por ahí.
Para los que admiramos su obra, su persona quedará siempre en nuestra memoria.
Permítanme que rescate para su recuerdo el libro que tuve el placer de editar, y con el que ganó en 2008 el Premio Nacional de Literatura, Lo único que queda es el amor, que él quería titular Surcos de lágrimas, expresión procedente del diálogo “Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”, de la película 2046
, de Wong Kar Wai.




miércoles, 27 de abril de 2016

La alargada sombra de PRISA


La Cadena Ser ha echado a Ignacio Escolar, Director de eldiario.es, por haber publicado una noticia que hace referencia a la presencia de Juan Luis Cebrián, Presidente del Grupo PRISA en los Papeles de Panamá.
El comportamiento de esta emisora es idéntico al de otros medios del grupo, como el diario El País, que, en distintos momentos, hicieron lo mismo con otros trabajadores por realizar bien su trabajo.
Creo que es nuestra obligación hacerles saber que el despotismo no puede quedar impune: no sintonicemos esa emisora.
Al fin y al cabo, desde hace ya mucho tiempo, Gemma Nierga y Carles Francino, además de pretender demostrarnos continuamente lo guays que son, consiguen que cualquier entrevistado acabe a la altura del entrevistador. O sea fatal.
Veremos si dicen algo de este atropello Pepa Bueno o, desde mi punto de vista, la mejor locutora y la única que merece la pena en la actualidad en ese medio, Gemma Nierga.
A la que, por cierto, cada dos por tres la suspenden el programa para emitir Carrusel Deportivo, en dónde cuesta mucho trabajo saber quién de todos es más estúpido e ignorante.
Nuestra gratitud, Ignacio, y nuestra admiración por tu admirable trabajo.



jueves, 15 de octubre de 2015

Fernando Vivela o EL RIGOR COMPOSITIVO DEL MOVIMIENTO


    Ilustración de Lampiao y Lancelot (2006)

Tuve la oportunidad y el placer de visitar el estudio de Fernando Vilela en mi reciente viaje a Sao Paulo, con motivo de la participación en el Foro de Converças y en las jornadas presenciales del Curso A propósito de la ilustración.
  Conocía la obra de Fernando a través de algunos pocos libros de su muy fecunda producción en el género del álbum ilustrado, pero desconocía —la ignorancia nos acompaña toda la vida— su obra como artista plástico.
  A la vista de sus cuadros, de sus grabados, de sus fotografías y de sus esculturas me he visto en la necesidad de volver a observar con detenimiento y paciencia sus ilustraciones.

  Siempre me llamó la atención, la tensión compositiva que mostraban sus imágenes, más allá del rigor narrativo de éstas. Algo así como si el movimiento se congelase en múltiples planos que se superponen, produciendo una sensación cinética, la misma que refleja Desnudo bajando una escalera, de Marcel Ducamp, obra de 1912, o, en su transcurso, el cortometraje de Norman Mclarens, Pas de deuz, realizado en 1968.

    Desnudo bajando una escalera  Marcel Duchamp, (1912)     

    Fotograma de Pas de deuz Norman Mclarens, (1968)

  Son muchas y permanentes las referencias estéticas a otros creadores en el trabajo de Vilela, y una de las señas de identidad de su sólida obra. Ignoro si como homenaje a sus hacedores, o como necesidad personal de hacerlos evidentes en su obra. Sugerirlos, entreverar sus composiciones con un eco de la de ellos, para, en alguna medida, hacerlos presentes.

  No son muchos los ilustradores —bien es cierto que Fernando no es sólo un ilustrador— que gustan de esta práctica, quizá, porque moverse con rigor y solvencia en ese fiel de la balanza, en el límite de lo pertinente, no es tarea fácil. Sin duda, Satoshi Kitamura sería otro de los creadores que gusta de esta práctica.

  Cuando uno entra en ese maravilloso libro, Lampiao y Lancelot, publicado en 2006 por la editorial Cosac Naify, galardonado con el Premio Bologna Ragazzi en 2007, y asiste al enfrentamiento imposible entre el Caballero Lancelot, de Chrétiene de Troyes, y el cangaceiro Virgulino Ferreira da Silva, conocido como Lampiao, descubre múltiples referencias, más o menos explícitas o evidentes, al arte pictórico.



    Ilustración de Lampiao y Lancelot (2006)

  Desde la analogía a una de las tablas del tríptico de La Batalla de san Romano, de Paolo Ucello, pintura de 1456, o a la Carga de las lanzas, de Umberto Boccioni, de 1915, hasta alguna de las muchas obras que el pintor norteamericano Jacson Pollock realizó en la década de los cuarenta, y fue numerando como si de un mural continuo se tratase.

    Batalla de San Romano, Paolo Ucello (1456)

    La carga de las lanzas, Umberto Boccioni (1915)

    Obra terminada nº12º, Jackson Pollock (1946)

  La tensión compositiva de las imágenes aumenta en la medida en la que uno avanza en la lectura/visión del libro, hasta culminar en la batalla entre los dos enemigos. Tensión que se escenifica en varias ilustraciones en las que el movimiento es el protagonista.

  El trazo, el gesto, las líneas se convierten en materia prima de la ilustración.

  Los guerreros, sus armas, sus caballerías son mero pretexto para la realización de una imágenes que se nos graban en la retina, que nos acompañan, como una experiencia estética que se resolvió en términos de excepción, una vez que hemos cerrado el libro.

  Algo similar a lo que nos sucede en Cacería, libro publicado en Brasil por Editora Scipione en 2012, y traducido y editado en Babel Libros, Colombia, en 2014.
  Aunque las peripecias que narran ambas obras son bien distintas, tanto en sus escenarios, en sus argumentos, y en su tratamiento gráfico y cromático, la dialéctica de la tensión compositiva geométrica y, por extensión, cinética se muestra de nuevo con absoluto rigor en varios momentos de la obra.

   Ilustración de Cacería (2012)

  Tras ellas, al final, aparece la calma, en esta ocasión evidenciada no sólo por las ilustraciones, sino también por el argumento.

  La obra de Fernando es una obra sin concesiones, en sus libros encontramos imágenes que tratan al usuario como persona inteligente, que apelan a su percepción visual y a su intuición estética, sea éste niño a adulto. Argumentos que reivindican el conflicto, acompañados de un discurso gráfico excelente, riguroso y eficaz. Nada que ver con los libros artefactuados desde el discurso de la complacencia gráfica y el pensamiento políticamente correcto.



    El artista en su estudio

  Parecería que Vilela creara para él, en un acto de ensimismamiento, sin tener en cuenta a los usuarios de sus libros. Pero no es así, su obra muestra un compromiso con la creación y busca una mirada sensible que la descodifique desde su subjetividad.
  Según sus propias palabras: Generalmente no pienso en cómo el lector recibirá la obra o en su franja de edad. Mi compromiso es ser lo más inventivo posible. Sería incorrecto decir que no me preocupo con el lector, pero considero la intuición, ya que la mayor dificultad no está en los niños, que están abiertos a nuevos lenguajes, pero si en los padres y maestros que son los mediadores de lectura.
Hay el sentido común que ve la ilustración como algo mono y fácil, pero tienes que mirar y reconocer lo que está diciendo, esto sería una ilustración clásica. Como yo actuó con una clave que es más de la experimentación del lenguaje, buscando nuevos caminos de representación, el libro no es tan fácil para cualquier persona que espera ver una imagen y reconocerla rápidamente.
La educación de la mirada es importante para abrir esa relación con la imagen.

    Fernando Vilela y Antonio Ventura en el estudio de aquel

  Los libros ilustrados son una de las múltiples caras de ese poliedro creativo que se llama Fernando Vilela que, al igual que sus otras manifestaciones estéticas, ofrecen una propuesta plástica que viene definida por el rigor en la composición, un minucioso análisis del movimiento, una exacta medida cromática y una propuesta ajustada en la narrativa de las imágenes. En definitiva una obra tan necesaria como eficaz.




jueves, 11 de septiembre de 2014

Los monstruos de los pobres


Conocí la obra de Ivar Da Coll, mucho antes de conocerle a él en persona. Creo que fue a finales de los años noventa, cuando yo dirigía la colección Sopa de Libros, de la editorial Anaya, para la que le pedí una obra. Durante unos cuantos meses, trabajamos en la edición de un cuento en verso, ilustrado por él, titulado Pies para la princesa, que se publicó en 2002.
Era una de mis primeras experiencias de colaboración con un creador, al que no le ponía rostro ni voz, ni sabía cómo se relacionaba con su obra, ni con el editor.
La experiencia fue realmente placentera. De no haber sido así, no habríamos vuelto a colaborar, ni mucho menos habríamos iniciado, años después, un trabajo conjunto: un texto mío por él ilustrado titulado Lo que más me gusta, publicado por nuestra común amiga María Osorio, en su pequeña maravillosa editorial Babel Libros.
Este álbum se publicó justo durante un viaje mío a Bogotá, en 2010, y pudimos presentarlo juntos ante sus originales, que se expusieron en la librería donde fue el bautizo laico del libro.



Ya entonces, la obra de Ivar había evolucionado mucho, y él se encontraba trabajando en el excepcional Tengo miedo, publicado en Babel Libros en 2012, para mí, su mejor libro, y una la obras más importantes de la ilustración española y latinoamericana de este siglo.
Pero vayamos atrás unos años, antes de llegar a este libro.
Es a medidos de los años ochenta, cuando Ivar crea el personaje que, quizá, más popularidad la haya dado entre los lectores colombianos, y por extensión de América Latina: Chigüiro, cuya primera entrega, Chigüiro chistoso, vio la luz en 1986, en la editorial Norma, de Bogotá.


España aún vivía de espaldas a un continente al que consideraba menor de edad en términos de literatura infantil. Aún parece estarlo, pues que Tengo miedo, sea invisible para los lectores españoles es una carencia importante de nuestro mercado.
El chigüiro es un roedor autóctono de Sudamérica y el de mayor tamaño del mundo, puede llegar a medir ciento veinte centímetros de largo y a pesar sesenta quilos. El chigüiro de Ivar bien podríamos decir que es un peluche de ese animal, que se ha puesto de pié y se ha humanizado, aunque todavía, en su nacimiento y en sus primeros pasos, como los bebés humanos, aún no habla. 
Los libros de este personaje fueron libros de imágenes, mudos, hasta el año 1992, en el Chigüiro comenzó a hablar, en el libro Chigüiro se va...
Seis libros compusieron esta primera serie de un personaje, amable y creativo, que siempre aparece en situaciones con las que los aprendices de lector bien pueden identificarse, pues las peripecias remiten a esa mirada infantil.
Un año antes, en 1991, la editorial Ekaré, de Venezuela, publica el primer volumen en el que aparece un nuevo personaje de nombre muy eufónico, Hamamelis, y que, lamentablemente, no tendrá continuación nada más que en otro libro. Me estoy refiriendo a Hamamelis y el secreto y Hamamelis, Miosotis y y el señor Sorpresa, este segundo publicado en 1996.


Obras de una mayor complejidad temática y estética, y que, a mi juicio, representan, junto a Yo no fui (1998), referencias en la evolución gráfica, y no sólo, de nuestro ilustrador.
La poética de todos estos libros nos remite a las obras de creadores de la importancia de Janoch, Arnold Lobel o Helme Heine.
Chigüiro bien podría visitar un día a Sapo y Sepo; seguro que le invitarían a tomar un té y a conversar sobre sus respectivas ensoñaciones; y, por supuesto, si el Tigrecito y el Osito se lo encontraran en su viaje a Panamá, no dudarían no sólo en preguntarle cómo se va hasta ese lugar, sino que lo invitarían a acompañarlos.


¿No son, acaso, Hamamelis y Miosotis, de alguna manera, unos alter ego de esta entrañable pareja, de Janosch?


Si Juan, el cocodrilo; José, el oso hormiguero y Simón, el acure, de Yo no fui, se hubieran encontrado con Juan Ratón, Paco Gallo y Lunas Gorrino, Los tres amigos, habitantes de la granja La Cochambrosa, de Helme Heine, seguro que habrían podido dar lugar a una nueva serie de aventuras, ahora, entre los seis, que tanto podía haber suscrito el ilustrador alemán como Ivar.


Sí, a mi juicio, la atmósfera que late, entre todos estos personajes, de confianza —justo la actitud contraria que los humanos actuales mostramos hacia la otredad—, de ternura, de imaginación, de espontaneidad y de curiosidad hacia la vida, es común a todos estos personajes, y, quisiera creer, también a sus hacedores. Al menos, me consta, es la del ilustrador que nos ocupa.
Tengo miedo fue publicado, inicialmente, en Carlos Valencia, Bogotá, 1990, y posteriormente, en 2006, en Babel Libros. En él, encontramos al gato Eusebio, que tiene miedo a toda clase de monstruos que pueda existir, pero que, gracias al buen hacer de su amigo —otra vez, la ternura y la solidaridad entre pares— el pato Ananías, encuentra consuelo.
Pero aquí, quiero referirme ahora a la edición de Babel, de 2012, que ya por sí sola merecería un comentario en profundidad, por la inteligencia y belleza de su edición, deduzco que, también, mérito de María Osorio.



Es inevitable que, contemplando esta excepcional obra, nos venga a la memoria Dónde viven los monstruos, de Maurice Sandak, pero antes y sobre todo es Una pesadilla en mi armario, de Marcer Mayer, inicialmente publicada en español, en formato de bolsillo, en la, lamentablemente, desaparecida Altea Benjamín, pero recuperada hace años en formato álbum por Kalandraka, la obra más cercana a éste Tengo miedo.
Desconozco si Ivar tenía en la cabeza, a la hora de hacer la ilustración que se corresponde con el fragmento de texto: Eusebio no puede dormir: Tiene miedo, la imagen con la que arranca el libro de Mayer, con el texto: Había una pesadilla en mi armario.
Aunque no fuese así, el homenaje, es este caso inconsciente, parece evidente.
Pero hay una sutil diferencia, a mi juicio, fundamental: los monstruos de Eusebio son unos monstruos pobres, frente a los del niño de la obra de Mayer, que son ricos. Como lo son, respectivamente, las habitaciones de ambos protagonistas. La de nuestro gato tiene, por ejemplo, una pequeña cocina de gas con su correspondiente bombona, junto a un modesto recipiente con cubiertos y una mínima pila de platos; una vela en la boca de una botella sobre la mesita de noche, tan rústica como el resto del mobiliario. Eso sí, hay 
varios libros en la repisa y uno en la balda inferior de la mesilla.
Frente a este escenario, tan pobre como digno y limpio, la habitación de Una pesadilla en mi armario es la de un niño rico: la cómoda, la lámpara de pie encendida, los juguetes esparcidos por el dormitorio, con la escopeta y al cañón sobre la cama, como armas defensivas son prueba de ello, y un casco en el suelo, que bien podría ser el de un general norteamericano, aunque éstos sólo tienen tres estrellas. La puerta está abierta y no da a la calle, como la de Eusebio, y la cortina, frente a aquella, que no es tal, y vuela hacia fuera, aquí es empujada hacia dentro de la habitación y deja ver una luna en cuarto creciente, frente a la de Ivar —quizá el único elemento que “es más”— que está llena.


Sí, los monstruos de Ivar Da Coll  escenifican sus miedos ante personajes, a los que no estamos acostumbramos, en el primer mundo, contemplar. Y, también, en otros escenarios, y con otros objetos cotidianos bien distintos. 
Una vindicación, a mi juicio, de la dignidad de la pobreza, algo que, ahora, en el occidente rico, avergüenza; por ello, los pobres visten a sus hijos con falsas marcas caras, y así aparentar que no lo son.
Pero aquí, en el universo de Ivar, sí caben nos versos, en este mismo sentido, de ese gran poeta que nuestro ilustrador ha iluminado, Quevedo:
¿Quién con la humildad levanta
a los cielos la cabeza?
La pobreza
(mientras escribo estas líneas , me entero que ha muerto uno de los dueños de España, el Sr. Botín)
Más allá de esto, Tengo miedo es un libro de una rara belleza plástica que trasciende el impecable e inteligente discurso gráfico. El texto cuidado, escueto, de cualidades literarias, algo muy poco frecuente en las álbumes ilustrados. Todo el álbum, desde la cubierta, hasta la guarda posterior ofrece un “objeto” editorial que, casi podría decirse, es algo más que sólo un libro. La diagramación, la presentación de los textos a dos tintas, la relación entre el texto y las ilustraciones —excelente ejemplo de una obra que responde a un solo proceso creador—, los escenarios, la construcción de los personajes, las impecables composiciones en las que se integran todos los elementos —texto, escenario y personajes— que las conforman, el dominio del dibujo, la factura del color y sus gradaciones...
Estamos ante un objeto editorial, un álbum ilustrado, que ofrece la excelencia.
Por si te consuela, Ivar, va a ti dedicada esta anécdota que cuenta Eduardo Galeano, sobre cuando, en su juventud, visitaba, junto a otros fervientes admiradores, a un Juan Carlos Onetti, ya postrado en la cama. Un día, se rezagó del grupo que ya marchaba para mostrarle sus poemas a solas, al maestro. Tras una breve lectura, Onetti le respondió: Mirá, pibe, si Beethoven hubiera nacido en Las Antillas, no habría pasado de ser el director de la orquesta de su pueblo.
Tú has llegado bastante más allá, y yo que me alegro.


Antonio Ventura

martes, 17 de junio de 2014

CELDAS DE LUZ


Una vez más, mi amigo Álvaro Matos me permite utilizar su BLOG 
para un comentario sobre un libro. 


Celdas de luz es el primer libro de poemas en solitario de mi amiga Ana Galán. Vaya por delante mi enhorabuena.
De todos los géneros literarios, la poesía me ha parecido siempre el más cercano a la exposición, en todos los sentidos de la palabra, incluso, si el autor no se anda con cuidado, a la exhibición. No es el caso.
A mi juicio, los poemas que conforman este breve pero denso poemario están medidos con calibre. No conozco lo suficiente el oficio de su creadora, por lo tanto, no puedo decir si se debe a su breve trayectoria y, consecuentemente, al miedo que siempre atenaza el arte final; o una voluntad exacta en su elaboración. Sea como fuere, el resultado es brillante, leve y transparente. 
No es fácil comentar el libro de una persona a la que uno estima si, además, es su primer libro. Pero créanme que estoy haciendo un ejercicio de distanciamiento entre estas palabras y mi afecto por su autora.
En todo caso, lo que aquí digo obedece, como no podía ser de otro modo, a las intenciones del lector, intenciones que se refieren a la obra, nunca a su creadora.
Pues bien, más allá de cuáles hayan sido sus intenciones, a mi juicio, este libro ofrece una muy estimable madurez en el estilo y en la carpintería de los poemas.
Me llama mucho la atención y me agrada la gran presencia en muchos composiciones de referencias a la palabra, ya sea en su dimensión verbal o escrita, casi, como si el propio lenguaje fuese la materia prima del poema. 
Y en otro sentido, el manejo eficaz de la sinestesia, que de manera bien frecuente y audaz utiliza Ana Galán.
En definitiva, un libro en el que merece la pena entrar más de una vez y por las distintas puertas que ofrecen sus celdas.
Antonio Ventura



miércoles, 23 de octubre de 2013

La piel del color

Visito con mi amigo Antonio Ventura el estudio de otro amigo, el pintor brasileño Sergio Lucena. A los pocos días, me envía este texto para que se lo haga llegar. Al tiempo, me permito publicarlo aquí junto a dos de las obras que lo inspiraron.


Un azul que se convierte en violeta.
Un rojo que se trasforma en naranja.
Un amarillo que deviene en verde.
Los colores conversan en un diálogo que contiene el silencio.
Una música de acordes sucesivos, pautados, armónicos se escenifica en un ámbito que produce una atmósfera que envuelve al visitante.
Aquí, no hay formas, no existen estructuras a las que asirse.
La mirada, necesariamente, ha de deslizarse por los colores que esperan y acogen la mirada del observador.
La musica que producen llega de manera nítida al espectador. Éste, sólo debe permancer atento a las vibraciones de tono, de intensidad, de saturación.
No hay contrastes. Al contrario que en el jazz, las notas sincopadas están ausentes, pero la melodía discurse de forma armónica ante la mirada del viajero.






























Uno tras otro, los escenarios de color se suceden. Rectángulos y cuadrados, como ventanas a un mundo sutil y silencioso —La música callada, la soledad sonora…, que diría Juan de la Cruz— se abren a los ojos sorprendidos del usuario.
Esos escenarios de color invitan al silencio, el mismo que preside la quietud serena del estudio del artista.
Cuando uno se aleja de esas ventanas de color, la composición vibra, como un mínimo acorde, hasta volverse a definir en nuevos tonos, en nuevos matices. Por ello, no se trata de una pintura de contemplación inmediata, requiere de la misma paciencia que el artista empleó en su elaboración.





























Cuando uno se acerca, despacio, a un cuadro, descubre que esos horizontes cromáticos sin fin, en los que la vista se adentra, no responden a trazos horizontales, como parecería lo pertinente, no. El pintor, en sucesivas capas de color, cada vez más livianas hasta las últimas, casi transparentes, ha desarrollado una técnica en la que, en sentido vertical, ha ido peinando con brochas de gran formato, casi como si de una caricia se tratase, el pigmento hasta convetirlo en piel. Una piel, la del color, que el visitante necesita tocar. Acariciar con los dedos esa piel del color, y descubrir que, en esa esperiencia estética, que siempre es la contemplación de una obra pictórica, el sentido del tacto es aquí necesario, y la completa.

Antonio Ventura

sábado, 5 de octubre de 2013

La inefable experiencia de hacer la compra un viernes por la tarde


Vivo en la zona acomodada de un barrio de la ciudad de Madrid, en la que, para que ustedes se hagan una idea, el mercado —lo que antes se llamaba la plaza—, propiamente no existe, se llama galería comercial. Las viviendas se agrupan en condominios de tres torres de pisos, con piscina, zonas infantiles, garaje y seguridad veinticuatro horas. La clientela mayoritaria, pues, son familias acomodadas, de profesiones liberales en su mayoría; también obreros cualificados vinculados a la industria de la maquinaria pesada y las instalaciones industriales. Materialmente no existen familias monoparentales, ni emigrantes, sea cual sea su procedencia, ni las personas que vivan solas como yo. Hay niños, adolescentes y jóvenes de todas las edades, muchos; a todos ellos se les ve bien alimentados, vestidos de marca, como sus padres, alumnos, mayoritariamente, de colegios y universidades privadas. De esos que ahora, igual que algunas sociedades médicas, se anuncian en la televisión y en la prensa, mientras la sanidad y la escuela pública son expoliadas por este gobierno corrupto que reparte los beneficios entre sus amigos y derrama las pérdidas entre los pobres.
Podría pensarse, en consecuencia, que un escenario así, con tales actores, ofrecería un nivel cultural análogo al económico.
Pues no, nada que ver: los niños pequeños aún te saludan en el ascensor y hasta algunos te preguntan cómo te llamas, bajo la mirada molesta de su madre que se ha fijado que llevas El País bajo el brazo y ya te ha diagnosticado del PSOE —si supieran que me inspiran la misma náusea González que Gómez— o, peor aún, de IU. La prensa que a ellos, a los hombres, les acompaña es La Razón o el ABC. He observado últimamente que los usuarios de El Mundo también son mirados con recelo, a no ser que abiertamente se manifiesten en contra de Esperanza Aguirre. Los adolescentes, ni te miran ni te saludan y tienes suerte de que, si van varios, alguno no erupte para dejar constancia de su nivel de ignorancia y desafío hacia los mayores. Es cierto que los años de docencia me vacunaron contra esta ralea que mantiene vivo aquello que decía Don Antonio de: “España vacilante, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. En este caso, los andrajos no lo son del todo, hay que ser muy, muy rico para vestirse de pobre, y a los padres de estos solo les da para Nike o Ralph Lauren. Los ya jóvenes se reparten entre los que se mimetizaron con la familia y mantienen la indumentaria de sus hermanos pequeños, eso sí, con un cierto más de aliño, y los que abiertamente se están revelando, y te utilizan como pretexto para decirles a sus progenitores lo que no se atreven a decirles a solas. Pero, de todas las ceremonias a las que asisto, más perplejo que ofendido, la verdaderamente hilarante es la de hacer la compra, en la galería comercial, por supuesto, un viernes por la tarde. Un viernes de esos en los que las familias no se han ido a la parcela. Compra que en su mayoría realizan los hombre, abandonado ya el traje de ejecutivo guerrero, aparcado el Audi o el BMW en el garaje y disfrazado al afecto en esta época del año, aún benigna en temperaturas: oolo Lacoste, mayoritariamente colores de paseo marítimo; bermudas o bahamas —creo que las que sobrepasan la rodilla se llaman así— de material casi impermeable y deportivas, preferiblemente Nike, sobre unos calcetines minúsculos que apenas asoman y que a mí me recuerdan a una prenda que mi madre se ponía en los pies cuando no usaba medias y que se llamaba pinqui, objeto que no forma parte, lo reconozco, de mi galería de fetiches, todo lo contrario, quizá de ahí mi aversión a tal calcetín.
Bien, pues nuestro guerrero disfrazado de outlet juvenil, se pasea con mirada de experto ante la frutería o la carnicería, ordena con desdén, mira furtivamente a las pocas mujeres que en esos instantes frecuentan el establecimiento —téngase en cuenta que muy probablemente sean vecinas— y bromea con el tendero, haciendo algún comentario en el que su mujer siempre sale ridiculizada por la ausencia de algún producto, a ojos de él, inoportuno. Cuenta con la complicidad rendida del tendero.
Vuelvo a mi casa, no sé si apesadumbrado o triste: el charcutero no me preguntó ni por el último, para mí, obsceno e inmoral fichaje del Real Madrid, probablemente porque a él no se lo parece, ni del bochornoso espectáculo olímpico, quizá porque por mi acento concluyó que no soy español, y que él seguro disculpa, al menos ante los clientes.
Entro en el portal y un grupo de adolescentes, todas chicas, que aún no se ha percatado de mi presencia, rodean a una de mis vecinas, y, con voz nerviosa, una de ellas pregunta: “¿Y cuándo te operas?”. “La semana que viene” responde sonriente la por todas admirada. “Y te las vas a poner como las de la Yoly…”, no termina de ser una afirmación, pero tampoco es una pregunta. “No”, responde con rotundidad parlamentaria la protagonista del corrillo: “ son modelo gota o lágrima”.
En ese instante se dan cuenta de mi presencia. Una sonrisa entre histérica y avergonzada surge de todas ellas que se esconden unas entre las otras. Pensé decir “buenas tardes”, pero pensé que mejor lo dejaría para otro viernes.

martes, 1 de octubre de 2013

La feria abandonada, de Pablo auladell


La feria abandonada
Textos de Pablo Auladell, Rafa Burgos y Julián López Medina.
Ilustraciones de Pablo Auladell
BARBARA FIORE EDITORA


Comparto con Rilke la idea de que "la verdadera patria del hombre es la infancia”, de la que el paso inexorable del tiempo nos exilia, y nos pasamos la vida tratando de volver a ella y que, según Bataille, sería la literatura la recuperación de la misma.Los textos de Pablo Auladell, Rafa Burgos y Julián López Medina, que aparecen en La feria abandonada, álbum ilustrado por el primero de ellos y recientemente publicado por Barbara Fiore Editora, serían un ejemplo evidente. Y en este caso, se trataría de una recuperación, a la vista de sus imágenes literarias, cargadas de melancolía —quizá sea éste un sentimiento demasiado dulce para adjetivar sus relatos— o, aún más, de añoranza. Pues la primera de las instancias sería, en definitiva, la añoranza de lo que nunca fue, y en este caso, tenemos severos indicios de que lo que se cuenta, fue, aunque no fuera de idéntico modo al que se describe.

Por otro lado, el usuario de esta forma hibrida de relatos breves, en su presente edición, no tiene acceso a ellos sin la presencia abrumadora de las impresionantes y bellísmas imágenes que los acompañan que, si cabe, acentúan más esta sensación.
Pero vayamos por partes.
La feria abandonada, desde mi punto de vista, es un libro excepcional, de esos que sólo muy de vez en cuando aparecen en el saturado mercado editorial de ese género, cada vez más explorado, del álbum ilustrado.Ya, su inquietante cubierta, de una impecabe composición tipográfica y con una ilustración de una belleza clásica, nos dice que no estamos ante un libro más. Después, las guardas son una lección minimalista de una estética austera y premeditadamente envejecida. El corpus de la obra alterna los textos de los tres escritores, siempre en página par, enfrentados a las sobrias y enigmáticas ilustraciones de Auladell que en tres ocasiones, cada ocho páginas, desplazan al texto y ocupan toda la superficie del libro.
Es, a mi jucio, especialmente en la adjetivación y en las imágenes poéticas, sobre todo las de Pablo y Rafa, donde se encuentra el logro de la ambientación de esas hilachas de recuerdos, que dialogan con unas ilustraciones de análogas características.Es evidente que, a pesar de tratarse de un libro con un texto literario de una importante densidad en las palabras, las ilustraciones son el elemento fundamental de la obra. Unas ilustraciones de una belleza serena, pero inquietante; austera pero rica en matices; sencilla y por ello nada simple.
Auladell, ya en su libro, creo, anterior, Alas y olas, sobre texto de Pablo Albo, parecía que iba a ingresar definitivamente en un clasicismo incontestable, pero, no sé porqué rara habilidad, se mantiene en un cierto arcaismo, noble y, me atrevería a decir, premeditadamente imperfecto, algo meritorio y difícil de conseguir.
Dice Gustavo Martín Garzo que "la pobreza es la hermana pobre de la tristeza". Así es, desde mi punto de vista, y aquí, los personajes hacen una vindicación de la dignidad de la misma, algo, a mi juicio, moralmente valioso en estos tiempos en los que los ricos se visten fróvilamente con apariencia de pobres, y los pobres tratan de enmascarar su condición por vergüenza de ella.Los personajes de La feria abandonada "posan", sin mirar a ningún lado, en un ensimismamiento que les distancia del observador. Casi tememos, al comtemplarlos, que vayamos a perturbar sus recuerdos, sus ensoñaciones.


No vamos a nombrar las evidentes referencias plásticas que contienen estas delicadas y rotundas imágenes, quizá sólo añadir, por proximidad a ellas,  que, en esta galería de frágiles personajes no estaría fuera de lugar ese cuadro al que se refiere Alberti, cuando dice: “Y la tristeza más tristeza,/ una mujer que plancha/ doblada la cabeza, azulada”.
Y un mínimo y prudente comentario sobre las ilustraciones: no entiendo 
esa excesiva inconsistencia de las pequeñas alas en algunos personajes. Si existen, ¿porqué parecen no querer estar presentes?
Gracias al editor por anotar al final de la obra las características tipográficas y los tipos de papeles empleados. Una pena que el libro no esté impreso en España.
Antonio Ventura