Pertenezco a una generación
en la que el segundo idioma que no se aprendía en la escuela pública era el
francés. El primero era el español. Al salir del colegio, tratábamos de
solventar estas carencias: la segunda, aunque solo fuera para entender El
último tango en París cuando viajábamos a Perpignan; y la primera, con intención de
comprendernos a nosotros mismos y al mundo.
Pasaron aquellos tiempos, y con ellos los bachilleratos, y
llegó la EGB y la ESO, y las competencias idiomáticas no mejoraron, aunque esta
circunstancia nada añade a lo que quiero comentar, pues Ana Botella cursó sus
estudios de primaria y secundaria en el colegio religioso de las Madres
Irlandesas, y, digo yo que, aún siendo de mi generación, seguro que en tal
colegio, ya por entonces se aprendería también inglés. ¿O tampoco?
Desde nuestra bochornosa
presentación de la candidatura de Madrid 2020, he leído muchos comentarios y he
visto muchos reportajes sobre tal suceso, la mayoría de ellos en un registro
humorístico y, quizá, a estas alturas, ya esté todo dicho, pero como señalaba
Andrè Gide: Todo está dicho, pero como nadie escucha, hay que volver a
repetirlo.
Mi actitud hacia un Madrid
olímpico se movía en el territorio del amor/odio. Por un lado, deseaba la
concesión de los Juegos —según algunos medios nacionales, prácticamente lograda
los días previos a la ceremonia—, especialmente por lo que podía suponer de
mantenimiento de puestos de trabajo en empresas que ya habían amenazado a sus
trabajadores con esta eventualidad, algunas de ellas públicas.
Por otro, me indignaba que
las tres administraciones —estatal, autonómica y municipal— y la institución
—la Corona— implicadas en la organización de las Olimpiadas, no fueran ninguna
de ellas merecedoras de dicha designación. Las tres primeras por sus
implicaciones, por todos conocidas, en temas de corrupción, y por las mentiras
sucesivas y manifiestas con las que han pretendido y pretenden no solo
engañarnos, sino considerarnos tontos. Y la Corona, pues, aunque el dinero que
el ciudadano Borbón ha prestado a su hija para la compra de su casa haya sido
ganado de forma legal —una cosa es la legalidad y otra la ética—, desde mi
punto de vista, es completamente inmoral y obsceno que alguien viva en una casa
que vale lo que cuesta el Palacio de Pedralbes.
Considero que nadie que
tenga más de un millón de euros hoy en día, ya no digo que habite una casa que
lo valga, es una persona honrada.
Salvo contadas excepciones:
el premio en un juego de azar, ser un deportista de élite, un artista
mundialmente famoso…, si alguien dispone de cantidades similares, o las ha
conseguido explotando a otras personas, o las ha heredado de otro que antes las
explotó.
La postmodernidad, el
capitalismo y sus correspondientes usos y costumbres nos ha hecho ver como
normal y honesto algo que no lo es.
Esto a veces se evidencia
cuando, por ejemplo, un incendio o un terremoto pone de manifiesto las
condiciones laborales esclavistas de miles de ciudadanos explotados por
multinacionales de la ropa, sea esta deportiva o no, de la decoración o de
diversas tecnologías. Pero no pasa nada. Dos días después, otro suceso, igual
de inmoral, hace que olvidemos el anterior.
Así, no es de extrañar que,
a día de hoy, solo recordemos, no sin indignación, las parodias de la alcaldesa
de Madrid, la mejor de todas ellas, ella misma. Alguien dijo que tenemos los
políticos que nos merecemos. Yo me rebelo ante ello. Quizá, de ahí estas
palabras. Y no es ya un problema de ideología —los simpatizantes del PP pensaran
que voto al PSOE—, pues es imposible discrepar de estos políticos —los que
ocupan el poder y los de la oposición—
cuyas palabras son un insulto a la inteligencia. Ya no les pedimos que
hablen inglés, ni siquiera francés, con que hablaran solo un español correcto y
sincero nos conformaríamos.
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